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viernes, 10 de abril de 2009

El ascensor

¿Sabes cómo son los depósitos de petróleo de las refinerías? Pues así. Un gigantesco cilindro de chapas de metal atornilladas con tuercas del tamaño de un antebrazo y selladas y oxidadas. Así. Mucho más diámetro que altura, como un barreño. Fenriz, bajista de una extinta banda de black metal, compró uno de estos cerca del mar, junto a un cementerio abandonado de 1788.
Lo pintó de negro por fuera y por dentro, lo llenó de luz negra, plantó un escenario y unas barras, colocó grandes tuberías para extraer el aire viciado, abrió en otro punto una puerta y escribió con espray rojo sobre ella: Melek Taus. Ese fue el principio.
Contrató bandas de death metal para que tocaran allí y la gente vino y agitó sus cabezas llenas de pelos al ritmo de martillo pilón. Contrató bandas de doom, lentas y distorsionadas, que hacían avanzar el tiempo de otra manera y tenían unos bajos tan profundos que daban dolor de barriga y mareos. La gente fumaba y pedía cerveza y vino con cocacola.
En estos conciertos había un ascensor invisible, que ocupaba todo el suelo de la Melek Taus. Para subir a la primera planta solo hacía falta estar allí cinco minutos, perder el contacto con el aire de afuera y pedir algo en una de las barras. Mucha gente andaba por allí, con sus botellas en la mano, curioseando las pintas de los demás e inhalando la presión de las cajas de sonido.
El ascensor subía en cualquier momento, a uno sólo o a todo un grupo. Y bajaba de la misma manera.
En los niveles intermedios se amontonaban caras con ojos como platos, efecto de la droga, que era el método de subida más fácil. Pero la música era la clave, el botón que pulsar si querías ascender a las últimas plantas, echarle un ojo al altar de Melek Taus; y los músicos tenían allí aspecto de sacerdotes o de astronautas o de monstruitos de vinilo; el sonido de las guitarras formaba paredes, y la gente ya no era gente sino otra cosa, aunque los más acostumbrados no cambiaban mucho.
Los tatuajes se volvían runas que se desplegaban, contando historias en lenguas perdidas y en la planta baja podías encontrar a alguna muchachita demacrada mirando la pared negra y señalando con el dedo, leyendo lo que cantaba un bajo de cuatro cuerdas. Y los lapos del suelo eran formas de vida que asistían al concierto y los vasos de plástico aplastado caparazones de bichos adictos a la distorsión. Y las camisetas de grupos jevis pasaportes para salas ocultas. Y todo significaba otra cosa y a la vez lo mismo.
Parejitas entraban en las cabinas de lengua enroscada, donde todo era tacto húmedo y la batería marcaba el pálpito del sexo. Todo esto había en la Melek Taus, como en cualquier otro lado, pero aquí es donde Eneko solía verlo y donde conoció a la Reina del Death Metal.
La Reina estaba en todas las plantas y tenía la llave del calabozo de la discoteca y también la de la torre del mago. La Reina hablaba con las cucarachas moviendo dos de sus cabellos negros a modo de antena, la Reina bebía de una jarra de cerveza y ocultaba su cara tras el pelo, o bailaba con los brazos en alto y un cinturón de Motorhead sujetando su falda de gasa, la Reina no era reina y estaba estudiando geología pero allí en la oscuridad del depósito de petróleo, Eneko subió diecisiete plantas al observar su ombligo bajo una camiseta de Megadeth.
Había también cosas feas en la Melek Taus, demonios y demoncillos y bolas llenas de dientes y todos estos gustaban de la compañía de la Reina, formaban su séquito y metían mucho miedo a su alrededor.
Allá donde fuera esta chica, la seguían hordas de minigoblins, la seguía un minotauro con una camiseta de los Rithykulugh y entes que no se pueden describir con letras ya que ni siquiera eran entes y ni siquiera eran.
Pero Eneko sacaba fuerzas de sus botas de baloncesto, unas botas que no tenían parangón, y provocaban una sensación defensiva comunicativa en él. Así que habló con la reina con ayuda de las botas, pues espantaban a los bicharracos, una noche que la luna estaba en sizigia. Bebió de la jarra de la reina y ella le metió unos cubitos por dentro de la camiseta haciendo que se le pusieran los pezones en punta; los de Eneko. Los pezones atrajeron la curiosidad de la Reina que vio claramente que aquello era la radio que el SETI tanto anhela pero que no se fabrica con materiales inertes, o sea una radio recibidora de mensajes digamos alienígenas. La Reina sintonizaba los pezones con dos dedos y decía, teeeeensioooooon, tensiiiiiooooon, (atención, atención)
Estas cosas le molaban a ella, asi que cuando Eneko le pidio su email, le dió uno suyo de verdad, aunque no el principal claro. Después lo admitió en su servicio de mensajería instántanea y una tarde se conocieron en circunstancias menos entrópicas o divagantes.