El Azote de Sebastopol era un barco de tres mastiles pero ligero, negro como las aguas del Mar Negro que surcaba. Tripulado por tártaros y mongoles, descendientes de la Horda Dorada que habían abandonado la estepa para dedicarse a la piratería, el Azote era un barco lúgubre pero eficaz. Despiadado, rápido, fantasmal, muy húmedo y lleno de ratas, su nombre provocaba silencio y apagaba conversaciones en todos los puertos del Mar Negro, desde Odessa a Novorossiysk.
Tras tres años a bordo, Kosoka seguía baldeando la cubierta con cubos de agua salada y quitando lapas de las maromas. Se había llenado de cicatrices, y aunque me gustaría decir que también habia aprendido mucho de cada una de esas cicatrices, lo cierto es que no era más que un saco de huesos animado por la adicción al vodka y al loto negro, con las encías siepre sangrantes por el escorbuto y los oblicuos ojos hundidos en una cara fúnebre.
A estas alturas ningún marino sentía el mas mínimo deseo de violarla, apenas reparaban en ella, salvo para quitarla de enmedio con un empujon o un cocotazo. Ella se creía casi invisible. Nadie le daba órdenes, ni mucho menos le hablaba, salvo Magarrakultix, un hombrecillo rubio de edad incierta que ademas de la comida le proporcionaba el vodka y el loto negro bajo un extraño trato; cierta noche de cada mes, en un escondrijo bajo la proa, Magarrakultix lamía el craneo tatuado de Kosoka. Sacaba su lengua medio seca y la deslizaba por las lineas que la tinta habia trazado en la cabeza de la niña. Ella echaba un trago del tazón de vodka, cerraba los ojos, y masticaba lentamente la pasta de loto, dejando hacer al marino, hasta que este se iba y el amanecer anunciaba otra jornada de sal y hambre.
A veces Kosoka se preguntaba si el capitán sabría algo de esto. Luego, como de costumbre, se evadía soñando con un caballo y la estepa interminable, el sueño que sueñan todos los mongoles desarraigados. Esperaba una nueva bolita de loto negro, y con un cuchillo romo, hacía saltar las lapas.
