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lunes, 23 de febrero de 2009

Ritual de enrolamiento

Esa noche, el capitán entró en una taberna del puerto, húmeda y pringosa, a la sazón en la calle de la Calavera, 4. El nombre de esta taberna, si a alguno de nuestros hipotéticos lectores interesa, no era el Malabarista Jovial, donde Kosoka años más tarde conocería a Gaurwraith el Bárbaro; sino otro. La taberna esta, entonces, era negra y lóbrega; era húmeda y pringosa (salvo la barra iluminada por un globo amarillento que pendía de una viga cuajada de mejillones) Sobre cada mesa había una gran vela, alguna ya consumida, y en una de estas mesas oscuras, en una particularmente oscura, se sentó el capitán. Abrió el saco e hizo salir a Kosoka como si de un conejo se tratase, agarrándola de los pelos. A la misma vez de las profundidades de su abrigo hizo salir un cuchillo mellado, lleno de robín. Entonces, de un solo tajo cortó la cochambrosa melena de la niña. Después hizo una seña al rufián que se encontraba tras la barra, que este pareció entender de inmediato.

Un hombre gordo, calvo y aceitoso, con toda la pinta de ser el cocinero, y con un montón de cuchillos pendiendo de la cuerda que tenía enroscada alrededor de la panza, se deslizó entre las sombras, y las sombras bailaron en su rostro y se fueron a esconder en su bigotón. Al llegar a la altura del capitán, este hombre cogió de la mano a Kosoka y la llevó hasta una pequeña puerta que conducía a una pequeña sala, iluminada por uno de estos globos lumínicos que han salido antes. Allí el hombre gordo y aceitoso la desnudó y metió en una tinaja grande y roja, llena de agua de mar fría muy salada. Bajo la tinaja encendió un fuego y esperó a que el agua hirviera liando un tabaco húmedo y pringoso, salado, que sacó de una faltriquera de fieltro que tenía por ahí escondida.

Kosoka asomaba la cara y los ojos oblicuos por el borde de la tinaja, con las manos flacas agarrando también el borde de la tinaja. Al cabo de un rato, Kosoka empezó a ponerse roja y a resoplar, mientras el vapor salado se mezclaba con el humo vago del tabaco del hombre gordo y pringoso, al que llamaremos Botax el Gordo a partir de ahora, aunque quizá jamás lo volvamos a mencionar, pues en el momento que volvió a salir por la puerta pequeña, se encontró con el capitán, y este lo atravesó con el mismo cuchillo mellado que sirviera para cortar el pelo de Kosoka un cuarto de hora antes, y después metió su cuerpo gordo en un barril de sardinas ahumadas y cerró la tapa.

En la habitación pequeña, un chino con una larga trenza y piel como un pergamino chino, lavó a Kosoka y le afeitó completamente la cabeza, salvo un mechón trasquilado de la coronilla. Después sacó de una bolsita una finísima caña de bambú hueca y una tripa de cordero llena de tinta de calamar.
Con un hábil movimiento introdujo parte de la tinta de calamar en una especie de depósito que colgaba de un extremo de la cañita de bambú, dejó la caña sobre la bolsa abierta y comenzó un kata de kung fu milenario. Mientras golpeaba el aire con sus puños y patadas gritaba extrañas palabras, en un idioma que no era de este mundo. Acabado el kata, una eternidad después, cogió la finísima caña y pinchó la cabeza de Kosoka. Ella apretó los dientes, pues acostumbrada a las palizas del zapatero, sabía soportar el daño. El chino anciano se sonrió y siguó tatuando la cabecita de pollo. Kosoka cerró los ojos y enseguida dejó de sentir dolor alguno y lo que sintió fue un ritmo como de agua corriendo, un ritmo que sonaba a dibujo y entonces vió el contorno de una isla, la silueta de una torre achaparrada, vió el camino que conducía a la torre y después se abrió los ojos y el anciano había desaparecido, así que tras unos minutos sin saber muy bien donde se encontraba, cogió sus harapos y atravesó la puerta pequeña hacia la penumbra de la taberna. El capitán se encontraba de pie tras la puerta, la agarró de la mano y juntos salieron a la calle negra.

Llovía. La noche era una tormenta cerrada. El capitán se ajustó la capucha de su abrigo de oso y gruñó: arreando, grumetillo.