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jueves, 23 de abril de 2009

Las profundidades del abrigo

Estaba hambrienta, pero a las tres de la madrugada no iba a encontrar nada para engañar a su estómago. A pesar de todo se coló en la sentina, haciendo ruido para espantar a las ratas, buscando alguna grieta en los barriles de carne ahumada, pero todos estaban bien cerrados y embreados, como ella bien sabía; era parte de su trabajo asegurarse de que así estuvieran, y cualquier error le hubiera costado caro. Así que se dirigió con sigilo al camarote del cocinero, que tenía un loro de cuya jaula podría conseguir un puñado de pipas de girasol. En esas estaba cuando advirtió una puerta entreabierta, que dejaba salir la luz temblorosa de una vela de sebo. Se acercó sin hacer ruido y echó un vistazo al interior. En el suelo un cuenco lleno de lo que parecía ser por el olor, sopa de ajo, humeaba. En la litera, nadie, y colgado de un hierro en la pared, el abrigo de piel de oso negro del capitán. Azuzada por el suculento olor del ajo, Kosoka entró en la estancia y sin pensarlo dos veces, se echó un trago de la sopa, que bajó hasta su panza, llenándola de calor. Y al instante siguiente, la envolvió un frío antinatural y empezó a temblar como si sus huesos se hubieran vuelto puro hielo.
Se levantó y se puso el abrigo del capitán. Al momento desapareció el frio y en su lugar sintió unas ganas terribles de algo indefinido. Se llevó una mano al pecho y de las profundidades del abrigo extrajo una pipa y una bolsita llena de hebras de tabaco seco. Sus manos llenaban la pipa con una habilidad que extrañó a Kosoka. Agarró la vela y prendió el tabaco. Aspiró el humo con ansia, igual que antes había bebido la sopa de ajo. Exhaló una bocanada de humo y salió a la cubierta del barco. Sus pasos la llevaron hasta el timón, junto al cual dormitaba el timonel de turno. Se puso en cuclillas y entrecerró los ojos, mientras aspiraba el humo de la pipa. Tres grados a babor, dijo, con una voz que no era suya. El timonel se puso en pie sin una palabra y viró.