Un día llegó a la zapatería un hombre envuelto en un abrigo de piel de oso negro. Las calles del pueblo estaban vacías por el frío y sobre la nieve se veían las huellas desiguales que el hombre había dejado. Habló en voz baja, por entre los carámbanos de su barba y, apartando la piel de oso, enseñó una pata de palo. El zapatero se apresuró a examinarla, arrodillándose junto al hombre. Era una montaña de pelo negro y grasa, desprendía olor a almizcle, sudor, cebolla, sexo y tabaco.
Kosoka, oculta detrás de una cortina lo miraba con sus ojos sesgados muy abiertos. El zapatero se esmeraba con la pata de palo del hombre y lo hizo tomar asiento en un taburete. Cuando el hombre extrajo una pipa de las profundidades de su abrigo, el zapatero gritó en dirección a Kosoka: ¡candela comadreja! ¡trae fuego para el capitán! Y al ver que el fuego no llegaba: ¡te voy a partir la crisma, sanguijuela! ¡fuego, fuego te he dicho! Kosoka se aproximó con un trozo de madera al rojo, y lo acercó a la cazoleta de la pipa del capitán. Este la miraba con los ojos entrecerrados, desde las profundidades de su capucha, y cuando Kosoka estaba a punto de prender fuego al tabaco del capitán, una mano agarró su brazo de pollo y la detuvo, quitándole el rescoldo de entre los dedos. El capitán procedió a encender su pipa el mismo y dió unas chupadas hasta que el tabaco ardió alegremente. Entonces le dió una patada en las costillas al zapatero como si de un perro se tratase y masculló unas palabras ininteligibles. El zapatero se deshizo en excusas y zalamerías y le dijo a Kosoka que fuese a hervir agua a la cocina.
Al cabo de unos minutos, el capitán tiró unas monedas al suelo embarrado y se levantó y fué tras Kosoka. La agarró por debajo de los brazos y la alzó en el aire, examinándola con ojo crítico. Apartó la tela que hacía las veces de vestido y palpó las tetas minúsculas. Sin dejarla en el suelo, le dió la vuelta y se dispuso a examinar entre sus piernas. El zapatero se adelantó, disculpadme señor, ya no es virgen, pero sigue siendo una cálida madriguera, una cálida... el capitán dibujó un arco con la mano izquierda y le cruzó la cara al zapatero, que cayó al suelo y escupió un diente podrido. El capitán miró a su alrededor, hasta descubrir un gran saco de cuero lleno de zapatos, lo vació, colocó a Kosoka dentro, se la echó al hombro y salió afuera, a la nieve y el viento.
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sábado, 7 de febrero de 2009
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